Los gobernantes, las personas que toman decisiones que nos afectan a todos, se dividen en dos grandes grupos: los que aciertan y los que no. Por eso, el día que las Naciones Unidas declaren la “Falta de Puntería” como Crimen de Lesa Humanidad, los responsables de la evolución de la economía argentina en los últimos treinta años deberían echarse a temblar. Basta con echar un vistazo al patio de los vecinos.
El PBI brasileño pasó de 162.000 millones de dólares en 1980 a 1.313.000 en 1987, un 710% más. De haber crecido al mismo ritmo, Argentina hubiera dado el salto de 209.000 a 1.692.000 millones. Tendría ahora la mitad del PBI de China o Alemania y sería la octava potencia mundial, justo por detrás de Italia y superando a España, Canadá, Brasil, Rusia e India.
El desempeño de la economía argentina en este periodo no admite paliativos ni análisis conciliadores: es sencillamente calamitoso. Ni aún queriendo se podría haber echo peor.
Gran parte de la responsabilidad la tiene el exceso de carga ideológica de la política argentina: en concreto, el desmedido celo por la redistribución de la riqueza, un fin noble como pocos, pero en ocasiones contraproducente. La experiencia dice que si se desliga de la productividad, el rasero del igualitarismo tiende a igualar a todos por debajo. Todos más iguales, sí, pero igual de pobres.
Chile y Brasil tienen una distribución de la renta más desigual que Argentina. Los pobres chilenos y brasileños están mucho más lejos de sus respectivos ricos que los argentinos. Pero una cosa es reducir la brecha entre el 10% más pobre y el 10% más rico y otra, hacerlo a costa de bajar la renta del 100% del país.
Nadie duda de las bondades de la redistribución de la riqueza, pero ese discurso bienintencionado en ocasiones se queda en la exaltación de lo obvio. A fin de cuentas, redistribuir la riqueza es relativamente fácil: basta un sistema impositivo progresivo que haga pagar más a quién más tiene. Lo realmente difícil, más que distribuir lo que ya hay, es crear riqueza donde no la hay. Ahí es donde se marcan las diferencias.
La experiencia de los últimos treinta años indica que el Estado, como empleador, fabricante y regulador asfixiante, pierde por goleada contra la iniciativa privada y el mercado libre con controles básicos, tal y como funciona en muchos países a los que les ha ido bien.
Si al 10% de argentinos más pobres se les diera a elegir entre ser un 710% más rico que hace treinta años o sólo un poco más pobres que la media de los pobres, no creo que tuviesen muchas dudas sobre qué elegir. Eso no es economía, es puro sentido común.
PBI.2007
USA 13.843.825
Japón 4.383.762
Alemania 3.322.147
China 3.250.827
Reino Unido 2.772.570
France 2.560.255
Italia 2.104.666
Argentina 1.692.000
España 1.438.959
Canada 1.432.140
Brasil 1.313.590
Rusia 1.289.582
India 1.098.945
martes, 4 de noviembre de 2008
domingo, 2 de noviembre de 2008
¿Veinte años no es nada? En 1980 el PBI de argentina era un 30% superior al de Brasil. Hoy, la quinta parte.
¿Qué es lo que explica que unos países crezcan y otros no? ¿Cuál es la razón por la que países sin apenas recursos naturales suban como la espuma mientras que otros, que nadan en la abundancia, se estancan en ciénagas que duran décadas?
En el año 83 el PBI argentino era de 103.000 millones de dólares. El irlandés, cinco veces menor, apenas 20.000 millones. Veinticinco años después, son prácticamente idénticos: 259.000 millones.
A primera vista, puede parecer un espejismo, un efecto óptico o una prestidigitación estadística. Pero no lo es. Son datos fríos que ilustran cómo es perfectamente posible, con orden, seriedad y paciencia, pasar de ser el país más pobre de Europa a tener la quinta renta per cápita más alta del mundo. En los últimos treinta años, Irlanda creció un 674% frente al 139% argentino.
El caso chileno es calcado: en los últimos veinte años creció cinco veces más que argentina: 683%.
Para entender las razones del éxito basta con averiguar qué hicieron en común chilenos e irlandeses. Básicamente lo mismo: crear un marco estable que permitiera incentivar la iniciativa personal, fortalecer su competitividad internacional y atraer capitales extranjeros que sumasen a los propios en el esfuerzo inversor.
La base del “marco estable” del que gozaron tanto chilenos como irlandeses se basa en una inflación contenida, una deuda externa manejable y una búsqueda incansable de la excelencia educativa.
Las recetas aplicadas por ambos asombran por su accesibilidad, pues la disciplina fiscal y monetaria está al alcance de cualquier país soberano con voluntad política de aplicarlas.
La disciplina fiscal aplicada por irlandeses y chilenos consistió en gastar lo que se tenía o no endeudarse más de lo estrictamente razonable. En este aspecto es donde se aprecia una mayor diferencia con el caso argentino, pues la deuda externa ha sido históricamente su mayor lastre. La esencia del negocio bancario consiste en cobrar por disponer del dinero ajeno. La experiencia de los últimos treinta años indica que si un país recurre al crédito de forma crónica acaba pagando su prosperidad de hoy a costa de las deudas de mañana.
La disciplina monetaria de Chile e Irlanda obedece al enfoque tradicional y ortodoxo: las monedas valen lo que vale la riqueza del país que las sostiene. Por lo tanto, el tipo de cambio en realidad no cambia nada que no haya cambiado previamente en la riqueza del país. Si alterarlo fuera la razón del crecimiento, todos los países habrían tomado el atajo mágico del despegue económico con sólo cambiar su paridad.
Dejando de lado los casos chileno e irlandés, la comparación con el resto de las economías de la zona arroja resultados parecidos. Brasil, Méjico, Bolivia, Venezuela, Ecuador y Uruguay han crecido en los últimos treinta años a tasas muy superiores a las de Argentina: desde las cinco veces más de Uruguay a las veintinueve veces de Brasil. Llama la atención que en ese mismo periodo ni Bolivia, ni Ecuador, ni Venezuela hayan gozado de estabilidad política y sin embargo el desempeño de sus economías ha sido comparativamente muy superior.
Con la perspectiva que da el tiempo, y a la vista de unos datos tan llamativos, sería bueno suscitar un gran debate nacional que nos ayudara a comprender qué es lo que se ha hecho tan mal durante tanto tiempo. Sólo así podremos no repetir los mismos errores los siguientes treinta años.
En el año 83 el PBI argentino era de 103.000 millones de dólares. El irlandés, cinco veces menor, apenas 20.000 millones. Veinticinco años después, son prácticamente idénticos: 259.000 millones.
A primera vista, puede parecer un espejismo, un efecto óptico o una prestidigitación estadística. Pero no lo es. Son datos fríos que ilustran cómo es perfectamente posible, con orden, seriedad y paciencia, pasar de ser el país más pobre de Europa a tener la quinta renta per cápita más alta del mundo. En los últimos treinta años, Irlanda creció un 674% frente al 139% argentino.
El caso chileno es calcado: en los últimos veinte años creció cinco veces más que argentina: 683%.
Para entender las razones del éxito basta con averiguar qué hicieron en común chilenos e irlandeses. Básicamente lo mismo: crear un marco estable que permitiera incentivar la iniciativa personal, fortalecer su competitividad internacional y atraer capitales extranjeros que sumasen a los propios en el esfuerzo inversor.
La base del “marco estable” del que gozaron tanto chilenos como irlandeses se basa en una inflación contenida, una deuda externa manejable y una búsqueda incansable de la excelencia educativa.
Las recetas aplicadas por ambos asombran por su accesibilidad, pues la disciplina fiscal y monetaria está al alcance de cualquier país soberano con voluntad política de aplicarlas.
La disciplina fiscal aplicada por irlandeses y chilenos consistió en gastar lo que se tenía o no endeudarse más de lo estrictamente razonable. En este aspecto es donde se aprecia una mayor diferencia con el caso argentino, pues la deuda externa ha sido históricamente su mayor lastre. La esencia del negocio bancario consiste en cobrar por disponer del dinero ajeno. La experiencia de los últimos treinta años indica que si un país recurre al crédito de forma crónica acaba pagando su prosperidad de hoy a costa de las deudas de mañana.
La disciplina monetaria de Chile e Irlanda obedece al enfoque tradicional y ortodoxo: las monedas valen lo que vale la riqueza del país que las sostiene. Por lo tanto, el tipo de cambio en realidad no cambia nada que no haya cambiado previamente en la riqueza del país. Si alterarlo fuera la razón del crecimiento, todos los países habrían tomado el atajo mágico del despegue económico con sólo cambiar su paridad.
Dejando de lado los casos chileno e irlandés, la comparación con el resto de las economías de la zona arroja resultados parecidos. Brasil, Méjico, Bolivia, Venezuela, Ecuador y Uruguay han crecido en los últimos treinta años a tasas muy superiores a las de Argentina: desde las cinco veces más de Uruguay a las veintinueve veces de Brasil. Llama la atención que en ese mismo periodo ni Bolivia, ni Ecuador, ni Venezuela hayan gozado de estabilidad política y sin embargo el desempeño de sus economías ha sido comparativamente muy superior.
Con la perspectiva que da el tiempo, y a la vista de unos datos tan llamativos, sería bueno suscitar un gran debate nacional que nos ayudara a comprender qué es lo que se ha hecho tan mal durante tanto tiempo. Sólo así podremos no repetir los mismos errores los siguientes treinta años.
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